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Renacimiento y Modernidad

Dr. Antonio Sánchez



Allá por el año 1992 el profesor Moisés González, actualmente catedrático de la U.N.E.D., reunió a un grupo de profesores para elaborar un libro de ensayos que recorriesen las etapas clásicas de la Historia de la Filosofía, con la intención de ocuparse de aquellos autores que cada uno había estudiado con más detenimiento. El libro se tituló Filosofía y cultura y fue el iniciador de una serie de volúmenes que abordaron temas diversos: la idea de Europa en el siglo xvi; el dolor desde la perspectiva de la Filosofía; la recepción de Maquiavelo en España; el concepto de utopía… Moisés González se había dedicado toda su vida universitaria a la enseñanza de la filosofía renacentista, a Maquiavelo, Campanella, Pico, y de algún modo los libros que coordinaba siempre giraban en torno a cuestiones que el Renacimiento había propiciado, como él suele decir, en los orígenes de la modernidad. Llegado el momento parecía inevitable emprender la tarea de dedicar un libro a las grandes figuras de ese período, un libro extenso, cuidado, que permitiese mostrar cómo se habían ido gestando en el pensamiento de los filósofos, científicos, políticos y artistas del Renacimiento las grandes preguntas que atravesarían la Edad moderna.


Se trataba en un primer momento de insistir en la idea que hemos heredado desde los estudios de Eugenio Garin. Había que poner en su lugar al Humanismo, en sus luces y en sus sombras, porque ya no somos ilustrados entusiastas que tengamos que alzarnos contra presuntas épocas oscuras para que refulja de manera más rutilante la razón que traemos. Quizás el Renacimiento posee un cierto aire reaccionario en su inicio y por eso se vuelve, esgrimiendo a la poesía como el arte máximo, contra las Universidades que enseñan la Física y la Lógica de Aristóteles, esos recalcitrantes racionalistas medievales, esos bárbaros dialécticos del norte, que han perdido la fe y la delectación por las letras de los clásicos. Pensar el Humanismo ahora, la revolución que pretendía provocar con gesto decidido y consciente, supone volver a plantearse el modo en que crece una cultura que se decide a beber de las fuentes originales donde nace el Cristianismo y la sabiduría clásica, verdadera por antigua, para trazar un camino de renovación del hombre y sus instituciones, convencidos muchos de hallarse infundidos de un espíritu benéfico que les hubiese otorgado el poder de salvar a los pueblos de Europa del error en el que perseveraban. Lo que opuso el Renacimiento al gótico universitario no fue una apuesta por la racionalidad, que ya campaba a sus anchas por las cátedras, no fue la luz de la lógica frente a la oscuridad medieval, que la lógica era del enemigo y no era a su parecer una luz, sino una fe. La fe de que en el principio era el Verbo.


Nadie como Nicolás de Cusa para poner de manifiesto esta situación fronteriza, a pesar de lo poco que se ha tenido su pensamiento en cuenta. Crecido en las antiguas teologías neoplatónicas y en las mejores Universidades, hombre de leyes y del Papa, propone por primera vez la figura emblemática del hombre renacentista: el Idiota. El Idiota no se ha formado en las escuelas, ha aprendido solo, por su cuenta, desde el sentido común, desde la observación ingenua de las cosas. El Idiota es el hombre elemental, el hombre nuevo. Y para este hombre la unidad esencial del todo, la presencia de Dios en todas las cosas y la de todas las cosas en Dios, constituye una trivialidad, el inmediato y evidente rostro de una realidad que se resume en un punto al mismo tiempo que se despliega en un universo. Intento de conciliación de lo múltiple y la unidad, tras siglos de infinita ausencia de lo divino: en esas se la va a jugar el Renacimiento.


El libro se abre ofreciéndonos una diversidad tal de hombres y paisajes. En el espacio del jardín, metáfora del nuevo mundo, nos encontramos a Petrarca, un paseante solitario que hará de su vida literatura. Exiliado de Florencia desde niño, obligado a construirse un lugar propio, viajero entusiasta, pionero alpinista, explorador de la antigüedad clásica, coleccionista de libros y poseedor de una biblioteca personalísima, en la figura de Petrarca se nos revela ya ese modo de ser que dará forma a la conciencia moderna. El entusiasmo generalizado sobre la capacidad del hombre de ser artífice de sí mismo, de cuidar de sí mismo como cuida de su jardín, empapa toda la época, y lo veremos aparecer de manera decidida en los textos de Lorenzo Valla, de Coluccio Salutati, de Maquiavelo o de Pico de la Mirandola. La virtud pretende vencer a la fortuna.


En la vida y obra de otro exiliado, Juan Luis Vives, el más sutil gramático de su tiempo, descubrimos también un carácter extraordinario. Precursor de la psicología experimental y de la pedagogía moderna, así como iniciador del empirismo, vemos como su influjo alcanza a Francis Bacon. Su talento se extiende por todas las disciplinas: la historia, la filosofía, la lingüística, la retórica, la política… No parece haber un pequeño resquicio de lo humano que le sea ajeno. Tampoco a Montaigne se le escapa nada en esa empresa monumental, feroz y extravagante, que parte de un ser singular, el sujeto Montaigne, para trazar desde tal punto el dibujo de la humanidad entera. En un tiempo que ya no es el de la radiante República florentina sino el de la masacre de San Bartolomé, un tiempo que se ha acostumbrado al conflicto y a la decadencia, Montaigne transformará el humanismo renacentista en el humanismo propiamente moderno, gracias a independencia e inconformismo.


La agudeza crítica y la sátira mordaz alcanzarán alturas de plena modernidad en la poesía del Aretino, mediante el uso de registros estilísticos contrapuestos, alternando el tono más elevado y el más grosero, explotando la parodia, introduciendo el lenguaje llano y soez para que ocurra el milagro de la apoteosis de la carne, esa carne que tan bien conoce otro genio anómalo, el de Vinci, la carne del universo en su desnudez, ante la cual sólo parece posible el grito inarticulado, o lo que es lo mismo, la sublime expresión de la pintura.


De la carne a Dios. El Verbo habita entre nosotros. En las alas de Amor somos llevados por los cielos neoplatónicos, con Ficino y León Hebreo, otro exiliado, porque Amor no es sólo la condición del ascenso del hombre hacia Dios, sino el acto mismo de la creación, el descenso de Dios hacia la criatura. Volveremos a encontrarnos este vínculo de Amor más tarde en la obra de otro judío sefardita, Spinoza, como potencia activa máxima que vivifica y une toda la Naturaleza.


Y en los diversos reinos y repúblicas, mientras algunos se dan en festejar a Amor, otros pelean en las cancillerías, o purgan penas en las cárceles. Eficacia y utopía. Maquiavelo y Campanella. La guerra perpetua que convulsiona a las naciones llevará a todos los humanistas a plantearse la naturaleza de la violencia y del poder. Maquiavelo, Erasmo, Vives y Tomás Moro, hombres todos cercanos a los príncipes de la tierra, se ocuparán de sentar las bases de la teoría política moderna.


También, en mitad de ese torbellino, agitados por terribles fuerzas, algunos observan tierra y cielos, como si hubiera la posibilidad de un fugaz punto de reposo, y propondrán nuevos sistemas y nuevos modos de comprender la naturaleza, al modo taumatúrgico y al modo geométrico, ensayando nuevas ciencias y nuevos métodos. Este libro no podía evitar a Giordano Bruno, a Francis Bacon y a Galileo.


Cerramos el volumen con dos muestras del genio español. Al fin y al cabo, grandes cosas del Renacimiento ocurren en estas tierras. En primer lugar, la mística de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Poder transformador del amor, docta ignorancia, unidad de todo en Dios, despliegue de Dios en el mundo, revelación de la trascendencia en el más insignificante objeto, exploración interior… Diríase que Nicolás de Cusa ha caído por los lugares de Castilla. Por otra parte, en una venta nos encontramos con un extraño caballero. Es el caballero de los libros. Ha salido del refugio de su casa hidalga para enseñarnos a escribir novelas. Nadie más idiota. Nadie más moderno. Y mientras tanto, desde la atalaya de su belleza Simonetta Vespucci, disfrazada de Cleopatra, mira aerostatos que despegan de un aeropuerto de México.



Antonio Sánchez. Filósofo. Nacido en Madrid, doctor en Filosofía y profesor de Estética y Metafísica, ha explorado el concepto de «tiempo» (Tiempo y sentido, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999), la filosofía del Renacimiento en varios escritos, siendo el último Renacimiento y Modernidad (Madrid, Tecnos, 2017), la filosofía contemporánea, tanto en el plano ontológico como en el estético y político, y las obras de los autores más destacados de esa inevitable disciplina que es la Metafísica. Como traductor se ha interesado por la obra de David Hume y de Michel Foucault. Ahora está preparando un ensayo sobre la concepción de lo «barroco» de Eugenio d’Ors y dirige el «Seminario de estudios contemporáneos» en la UNED, un espacio abierto a todas las disciplinas que reúne a estudiantes y profesores con la intención de considerar la situación actual de la ciudad en sus distintos ámbitos de configuración.



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