Por qué leer a Maine de Biran
Juan Padilla
Maine de Biran puede considerarse un pensador deslucido en una época deslucida; deslucida al menos en el pensamiento francés. Pero ya decía Ortega que estas épocas "deslucidas", de decadencia y transición, son en cierto modo las más interesantes, porque en ellas germinan las nuevas ideas. Maine de Biran está en efecto —como Goethe, como Napoleón— entre la Ilustración y el Romanticismo. Empieza siendo sensualista y va pasando por sucesivas "conversiones" que lo llevan, a través de Rousseau, Leibniz y Platón, a un cristianismo sui generis. Pero en medio de todas esas conversiones, como otras tantas tormentas, su insobornable instinto filosófico lo mantiene siempre a flote.
Ese instinto es el que, más allá de las ideas que en cada momento alumbre, hace de él un filósofo que se va agrandando con el tiempo y que adquiere para nosotros, habitantes de una época no menos transitoria y decadente, una figura ejemplar. Los títulos para ello son múltiples.
En las primeras décadas del siglo XIX, cuando no había ya en Francia una filosofía vigente y aun la vigencia de la filosofía misma estaba en crisis, a las puertas del colapso positivista, era improbable que un hombre descontentadizo e incapaz de aceptar sucedáneos, que se había empeñado en no renunciar a filosofar, tuviera ninguna resonancia pública. Pese a algunos notables éxitos iniciales, permaneció conocido solo en un restringido círculo. La filosofía no le podía servir para nada. No le podía proporcionar prestigio ni adhesiones. No se podía vivir socialmente de ella. Y esto es ya una primera recomendación y garantía.
Lo cierto es que tampoco quiso vivir socialmente de la filosofía. No trató de sacar de su pensamiento ni siquiera el mínimo rédito que le hubiera proporcionado la publicación de sus escritos. Para él la filosofía era un asunto personal, un problema íntimo que compartía con unos cuantos amigos. Sus escritos tienen por eso en buena medida forma de diario: continuo, inacabado e interminable. Rasgo contemporáneo.
Escribe para sí incluso cuando redacta sus obras más sistemáticas y ambiciosas, que replantea, revisa y reelabora sin cesar. De él dice Cresson que fue un "escrupuloso voluntario". Tenía el escrúpulo de la verdad y el escrúpulo de la expresión. Nunca estaba del todo contento ni con el fondo ni con la forma. La tentación de irresponsable brillantez, que acompaña por igual al ensayo apresurado y a la gran construcción sistemática (Hegel), le es completamente ajena. "Incluso cuando una idea le parece válida siente continuamente la necesidad de asegurarse. Vuelve sobre ella, la retoma, trata de consolidarla". Encarna como nadie quizá la duda metódica cartesiana. Son otros tantos indicios que garantizan lo que de momento más nos importa: la autenticidad de su filosofía.
Pero ¿solo hay esto: un esfuerzo sincero y honrado por hacer filosofía? De Maine de Biran dice Bergson que fue el metafísico francés más grande desde Descartes y Malebranche; y se pregunta "si el camino abierto por este filósofo no será el camino por el que deberá marchar definitivamente la metafísica". Se podrían acumular testimonios en este sentido, que contrastan con el desconocimiento general y la escasa circulación de su obra.
Se podría decir, sin apenas exageración, que Maine de Biran solo ha sido conocido en ediciones de sus Obras más o menos completas, por lo general deficientemente editadas, en gran parte por la dificultad objetiva de la tarea. Hasta las últimas décadas del siglo XX no se ha contado con una edición rigurosa de sus textos. Ahora podemos por fin acceder pulcramente a ellos. Queda ponerlos en circulación. Porque ningún filósofo es realmente eficaz en sus "obras completas". Para que sus escritos rindan la eficacia que encierran es menester que sean leídos, en la media de lo posible, como libros, como obras exentas, con el mínimo de aparato crítico ortopédico.
Es algo que todavía no ha ocurrido ni siquiera en Francia, donde aún dista mucho de haber sido editado adecuadamente. Y es desde luego una tarea pendiente en España. La publicación de los Nuevos ensayos de antropología, a la que valientemente se ha aventurado Sígueme, son un primer paso, importante, en esta dirección.
El volumen recoge todos los textos incluidos en el tomo X-2 de la edición definitiva de las Œuvres dirigida por François Azouvi: además de los "Nuevos ensayos", contiene la "Nota sobre la idea de existencia" y los "Últimos fragmentos"; es decir los últimos escritos del filósofo, donde se encuentran por tanto sus ideas "definitivas". Dice Henri Gouhier que Maine de Biran se pasó la vida trabajando en un solo libro que nunca llegó a escribir. Los Nuevos ensayos de antropología son lo más parecido a ese libro en el que toda su vida se afanó. Aunque son ciertamente un libro inconcluso.
Son el último, enésimo ensayo; resultado de la acumulación de notas y borradores; con lagunas por tanto y reiteraciones; con un lenguaje nada ágil, inseguro, a la vez pulido y titubeante, oscuro a veces a fuerza de querer aclararse a sí mismo. No son de fácil lectura, es verdad. Pero vale la pena el esfuerzo. Porque son una escuela, no solo de honradez, sino también de rigor intelectual.
Todas sus vacilaciones e incertidumbres se desvanecen cuando llega a lo que son sus intuiciones fundamentales: el sentido primitivo del esfuerzo y la causalidad interior, el origen de la voluntad o la personalidad, la diferencia entre la voluntad y el deseo. Como hombre de formación científica que es, trata de corroborarlas con los hallazgos científicos de su tiempo —que también en esto, en el diálogo constante con la ciencia de su época, es para nosotros un maestro. Trata de abordarlas y analizarlas desde distintos ángulos. De ponerlas a prueba y verlas, por así decir, en funcionamiento. Las somete a múltiples verificaciones, pero no duda de lo que es para él la evidencia misma.
Y esta evidencia puede formularse en los siguientes principios:
"El hecho primitivo de conciencia que sirve de base a la ciencia del hombre está todo entero en el sentimiento uno, simple e idéntico de la relación de causa a efecto".
"Los dos términos distintos de esta relación son indivisibles y no pueden siquiera concebirse separados sin que se destruya la relación".
"Si el hombre puede estudiarse y conocerse tal como es o existe para su propia visión interior no es, pues, ni como alma separada ni como cuerpo, ni siquiera como alma unida de alguna manera misteriosa con un cuerpo, que puede así estudiarse y conocerse por dentro, ya que todo este conocimiento interior está limitado por su misma naturaleza o su carácter único a la conciencia de una fuerza constitutiva, viva y actualmente actuante, manifestada por un modo o cambo interior, sentido o apercibido como efecto".
"Reclamar que la conciencia o sentimiento interior de este efecto adquiera carácter de objetividad o de representación exterior es, en primer lugar, destruir el yo, que no puede conocer nada fuera sin conocerse o sentirse a sí mismo interiormente; es tratar de verse de fuera adentro y de verse pasar con los ojos de otro, y de buscarse allí donde uno ya no está".
Podemos discutir el acierto y coherencia de sus distinciones. Podemos señalar sus limitaciones. Podemos incluso contradecirlo y negar sus supuestos y evidencias. En eso consiste y por eso hay filosofía. Pero, en definitiva, si nos interesa su pensamiento es porque encontramos en él algo improbable y problemático, lo que realmente cuenta a última hora en cualquier disciplina de conocimiento: verdad. Sin esto, todo lo demás es pura anécdota; contar, como decía Unamuno, los pelos del rabo de la esfinge.
Se da el caso, además, de que, disimulados a veces por su inelegancia y falta de garbo, en los textos de Maine de Biran están los gérmenes de la fenomenología, la filosofía de la vida y el existencialismo; es decir, de buena parte, la mejor, de la filosofía del siglo XX.
Juan Padilla es doctor en filosofía por la Universidad Complutense y profesor de la Universidad a Distancia de Madrid (UDIMA). Es autor de Antonio Rodríguez Huéscar o la apropiación de una filosofía (2004) y de Ortega y Gasset en continuidad: Sobre la Escuela de Madrid (2007), así como de numerosos artículos. Ha traducido entre otros a Henri Bergson y Gabriel Marcel, y ahora también a Maine de Biran.